El abrazo que lo rompió todo

Érase una vez una muñeca de porcelana y una de tela.

La muñeca de porcelana la crearon en una tarde fría de invierno, al calor del brasero. Una pareja de enamorados prepararon el molde, la dejaron secar y la pintaron con todo su cariño. Quedó una muñeca blanca, preciosa y frágil, un recuerdo de su amor que colocaron en la estantería más visible de toda la casa.

Pero pasaron los días, y empezaron a pelearse, se enfadaban, se decían cosas horribles, y la muñeca lo presenciaba todo desde su estantería. Bella, pero no impasible, iba guardando en su memoria y en su piel todo aquel dolor. Entonces llegó el primer cambio de casa y al meterla en una caja de la mudanza, se rompió un poquito su piel del roce con los demás objetos. Se encontró en la casa de ella, y un día apareció él, y le pidió que le dejase la muñeca unos días, que también era suya. Se la llevó guardada cabeza abajo en un bolsillo.

La puso entonces en su habitación, y la muñeca presenció cómo, no sólo era ella, su creadora, la que tenía el amor de él, sino también había otra, nueva, y eso le dolió. Le dolió porque lo presenciaba, porque lo veía. Y hubo llamadas entre ellos, de ese amor que duele pero no se acaba de ir. Se veían, se besaban, se chillaban. Y la muñeca, consciente de todo aquello, se volvía aún más frágil, ella, en cada cambio de casa y de estantería, en cada movimiento, se daba aquellos golpes que la rompían un poquito, que le desconchaban la pintura. Eran tan pequeños y tan paulatinos los pedazos que se le caían que era imposible volver a encontrarlos para pegarlos.

A muchos kilómetros de allí, en una tórrida tarde de verano, una pareja de enamorados confeccionaban en la calle una muñeca de tela. La rellenaron de algodón, le pusieron un vestido de flores y le pintaron una sonrisa inmensa. Era una muñeca perfecta para dormir con ella, para abrazarla. Tanto que los niños del barrio a veces se la pedían para jugar con ella, le contaban historias, la paseaban por el pueblo, y volvía a veces llena de barro o chocolate. La muñeca era feliz, su constitución de trapo la convertía en un objeto al que abrazar, acurrucar, tocar, y a veces, pellizcar y lanzar al aire. Con tanta vida, a veces, se le rompía el vestido, se le descolgaba un brazo o se le borraba un poco la sonrisa. Pero entonces, amorosamente, ella o él, la volvían a coser y a pintar. Y volvía a jugar, a ser abrazada, a dormir con ellos. La muñeca era feliz, porque a pesar de los juegos de cada día que a veces la agotaban o magullaban, siempre acababa descansando, durmiendo y siendo abrazada, y siempre se le recargaban las fuerzas, para seguir un día más.

Un día, las dos muñecas se encontraron.

La muñeca de porcelana se enamoró de la sonrisa permanente y fresca, del vestido de flores de la muñeca de trapo. Y la muñeca de trapo se enamoró de la fragilidad y belleza de la muñeca de porcelana, se enamoró de aquellas facciones inmutables. Y en aquella fragilidad, la muñeca de trapo la vio sufrir más allá de la belleza, pudo ver su piel algo desconchada, y quiso arreglarla como la arreglaban a ella, quiso coserla. Pero la aguja y el hilo, solo fragmentaban más la piel de aquella muñeca de porcelana, no podía atravesarla y cada intento le desconchaba algo más la piel. Entonces, sorprendida de impotencia, quiso transformarla, quiso hacerla más fuerte. ¿Qué era lo que a ella le calmaba después de un largo día? ¿qué era lo que la hacía más fuerte cada noche para volver y volver a jugar un día más? El cariño, los abrazos.

Así, que la muñeca de trapo le dio a la muñeca de porcelana el abrazo más fuerte y más intenso, que nunca había dado. Un abrazo en el que quería transmitirle toda su fuerza, con el que quería curarle todas las heridas, todos los desconchados, con el que quería que notara que ella también podría ser fuerte.

La muñeca de porcelana nunca había sido abrazada de esa forma. Y se sintió tan bien, sintió tanto aquel cariño, le llegó tan dentro y tan a la piel aquel contacto, que todo su ser empezó a vibrar. Su piel empezó a fragmentarse, y esos pedazos puntiagudos y duros empezaron a romper la piel de la muñeca de trapo, empezaron a rajarla. Siguieron así unidas, abrazadas, y también doliéndose, hasta que estallaron. La muñeca de porcelana quedó rota en mil pedazos y la de trapo tumbada en el suelo, con varios cortes por los que le salía el algodón.

-¿¡Qué has hecho!? – le gritó llorando la muñeca de porcelana a la muñeca de trapo. Estaba hueca, tenía su ser al descubierto y todos los trozos se habían repartido por el suelo.

La muñeca de trapo estaba, de pronto, agotada y paralizada ante aquello, nunca había visto a nadie romperse en un abrazo. Nunca un abrazo la había rajado.

-Lo siento – musitó – Yo sólo quería curarte, ayudarte, quería que fueras de trapo, que pudieras jugar, como yo.

¿No decían que los abrazos curan? ¿qué el amor salva? Aquello las había destrozado a las dos. Y ¿ahora cómo se arreglaban? Ante los gritos y llantos de desolación de la muñeca de porcelana, la muñeca de trapo, en su tristeza, se negaba a pensar que un abrazo podía destruir. Desde el suelo, susurraba:

-Lo siento, es mi culpa, yo te ayudo.

Con el algodón hacia fuera, se acercaba a abrazar los pedazos para que se pegaran y los pedazos, duros, al juntarse con la piel de tela la rajaban más, el algodón se le salía y se quedaba sin interior, sin consistencia, vacía.

La muñeca de trapo estaba rajada y triste, la muñeca de porcelana estaba rota y angustiada.

Hasta que un día, se acercaron dos niños y las vieron destrozadas y tiradas en el suelo. Un niño conocía la porcelana y otro conocía el trapo. Cada uno se llevó una con cuidado a su casa. El primero pegó los trocitos de la muñeca de porcelana, le completó los desconchados, la pintó y la barnizó. El segundo se llevó la muñeca de trapo y la rellenó con su propio algodón y alguno nuevo, le cosió con cuidado la piel y el vestido, y le pintó de nuevo la sonrisa. Pero aquel abrazo, las marcó para siempre.

La muñeca de porcelana se sentía querida y cuidada, tratada con mimo y cariño pero se sabía pegada y siempre le quedó el rencor, siempre quedó enfadada. La muñeca de trapo volvió a sentirse feliz y viva, volvió a abrazar y a jugar, pero a veces, cuando estaba sola, notaba los hilos de sus heridas y podía ver el algodón entre ellas, entonces, a veces lloraba, y pensaba ¿cómo me he podido dejar rajar de esta manera? ¿cómo seguí abrazando los pedazos que solo me rajaban y vaciaban más?

La muñeca de porcelana nunca olvidará aquel abrazo en el que sintió tanto amor y tanto dolor. La muñeca de trapo nunca olvidará ese instante en el que cuanto más amó, más se deshizo.

@suahuabs