El alma que hablar puede con los ojos

«El alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada» Gustavo Adolfo Becquer

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Conocer a una persona requiere el aprendizaje sutil del exterior de la armadura para colarse por los huecos y abrirla, voluntariamente, desde dentro. Escuchar mucho, ojos que se hablan, miradas recíprocas, instantes exactos para posarlas y besar con ellas, a veces en los labios, la mejilla o la frente.

Una persona te enamora con su luz. Te cautivan y hacen confidente sus sombras.

Surge el espejismo: nunca es quien parecía sino quien es. No se puede adivinar la diversidad de una persona única.

Entonces llega el clímax, la belleza. Unos lo llaman magia, yo prefiero llamarlo autenticidad.

El proceso puede durar un instante o una vida, la belleza también. Pero el recuerdo: la luz, la sombra, el espejismo y en conjunto: el beso de la mirada, la imagen de los sentidos de lo auténtico; simplemente: queda.

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Hay gente que no se deja leer los ojos.

“Y es una pena”. Pensaba para sí la tatuadora de henna.

Aquella tarde estaba sentada tras su puesto ambulante en un mercadillo de un pueblo de costa cualquiera en un verano como otro. Después iría al siguiente y al siguiente y al de más allá hasta que acabara la temporada estival y cambiaría entonces la tinta y los ungüentos por cuero, piedras y aleaciones de metales para el comienzo del otoño.

Aquella vez se encontraba en su puesto de telas y madera de siempre colocado en un paseo de costa que miraba al Mediterráneo, entre un árbol y un tenderete de gafas de imitación cuyo dueño fumaba a todas horas. En frente, al otro lado de la muchedumbre de gente que por allí paseaba en hora punta, tenía a una tierna pareja que hacía garrapiñadas y algodón de azúcar; y una joven que llevaba el bar de bebidas, zumos y copas. Una belleza morena de piel canela, delgada, que recibía con una sonrisa a sus clientes y se dejaba mirar el ombligo plano que llevaba siempre descubierto entre el top crop negro y el vaquero de tiro alto.

La tatuadora de henna sonreía siempre que llegaba un verano nuevo a un pueblo distinto porque cualquier paso del tiempo, cualquier cambio de lugar significa una oportunidad nueva, gente nueva, vecinos de puesto sin conocer, caras curiosas diferentes que miraran sus dibujos, que hablaran con ella y a las que finalmente dejaría una marca de tinta en la piel tapada con un paño. O no. Algunos sólo pasearían por allí su mirada con más o menos interés, otros la esquivarían.

“Miedo. El miedo es el verdadero poder del mundo.” Pensaba la tatuadora.

La gente no mira a los ojos porque tiene miedo. Miedo a que descubras qué temen y lo utilices en su contra, miedo a que su mirada diga lo que piensa y no poder esconderse de aquel que lo abuchea, miedo a un cambio que pueda dar inestabilidad a su mundo, miedo a sentir el rechazo de quien lo rodea, miedo a la oscuridad y miedo a la luz, miedo a que no sea, a ser uno mismo.

“Este mundo necesita más valientes que le den valor al valor.” Afirmaba en su mente cada vez que una mirada rehuía la suya.

La tatuadora de henna era vendedora ambulante porque siempre se había sentido habitante del mundo. Una casa, una familia, una ciudad e incluso un país con su cultura y su idioma se le quedaba pequeño como hogar, desde niña siempre había preferido la calle, los caminos.

Dicen los hindúes que solo caminando puedes encontrarte con todo el mundo le había contado un compañero de Bed and Breakfast en un viaje por Rumanía. Y a ella, que sabía que la felicidad no es una meta sino un camino, aquella perfecta conjunción de frases le había parecido bellísima: la felicidad no te la da el camino, sino quien camina contigo, a quien encuentras en él.

Después de aquella revelación ambos sonreían tanto que quisieron seguir juntos apurando las horas, pasar del diálogo de las palabras al de los sentidos, enriquecer el camino, vivirse y amanecer juntos. Con la salida del sol ella se echaría la mochila a la espalda y montaría en el autobús que la llevara a su siguiente destino, él cogería su bicicleta en sentido contrario. Entonces, se despegaron sólo cuando la luz ya les cegaba los ojos, se miraron desnudos, sin tapujos ni el secreto de la noche y se ayudaron a vestirse, no tenían nada para compartirse más que el recuerdo, ni direcciones ni teléfonos ni tampoco emails (ella tenía veinte años entonces), no tenían siquiera pertenencias de sobra y por eso decidieron intercambiarse los cordones de las botas antes de sonreírse por última vez para siempre. Así, cada vez que la tatuadora de henna miraba al suelo y se encontraba con aquel cordón disparejo recordaba que la felicidad estaba en ese camino bajo sus pies y volvía a mirar al frente para encontrarse, de nuevo, de cara a la gente.

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– ¿Tienes algún dibujo que simbolice la libertad? – le había preguntado una chica una vez mientras observaba los soles y las mandalas de su cuaderno de dibujos a tinta.

– ¿La libertad? – había repetido ella – La libertad no tiene un símbolo universal porque para cada uno la libertad es una cosa, tiene un matiz o una personalidad. ¿Cómo es tu libertad?

La chica de ojos verdes la miró entonces fijamente y en esa mirada ella se encontró de frente con el dolor, con la búsqueda de la libertad cuando se está en una prisión.

– Si quieres, haz tu propio símbolo de la libertad y yo te lo dibujo – se enfrentó a su mirada y la chica asintió.

Aquella noche la joven volvió de nuevo y le pidió un pájaro, unas alas. La tatuadora asintió y empezó a dibujar bocetos en el papel para que ella eligiera, la chica se había sentado a su lado dentro del puesto, detrás de la línea que dividía a la tatuadora del público, en la intimidad.

– Quiero la libertad porque he sido maltratada – se despojó entonces la chica de su sombra.

La tatuadora no la miró y siguió trabajando.

­- Perdona, tal vez no tenía que habértelo contado, era sólo por si te servía para hacerme un dibujo mejor o alguien te lo había pedido alguna vez – se puso nerviosa.

– No me ha ocurrido – susurró – ¿cómo te han maltratado? – preguntó sin disculparse.

– No lo sé – se angustió ella – yo sólo era un pájaro, me enamoré, él de mí, y en dos años fui poco a poco convirtiéndome en nadie. Cogió mis gustos y los despreció, cogió mis ilusiones y las destrozó, cogió mi amor y me ató.

– ¿Eres libre ahora?

– Quiero serlo. No quiero volver a caer. Quiero que me dibujes la libertad para recordarme que es lo que me hace estar viva y ser yo.

Quería la libertad de tener una individualidad y defenderla.

La tatuadora conversó una rato más con ella y finalmente le dibujó el perfil de una golondrina en la parte anterior de la muñeca.

Cuando se fue pensó que la libertad tiene muchas caras. Un pájaro no es libre porque no tiene voluntad, porque está atado a sus condiciones naturales de supervivencia y existencia, vuela para buscar alimento, pareja o condiciones favorables. También vuela para huir, para sobrevivir de sus depredadores y era precisamente eso lo que la chica buscaba: el poder de salir de quien retiene su corazón, para que su mente, que es libre en sí misma, pueda actuar de la manera que la hace más feliz.

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– ¿Me podrías llenar la espalda de estrellas? – le pidió una chica una vez.

La tatuadora asintió y le pintó un cielo de cien lunares.

– Se nos acaban las vacaciones a mi novio y a mí y quiero darle una sorpresa.

La tatuadora nunca miraba a las personas ni les hablaba tras su primera confesión. Pensaba que de su silencio dependía que esa pequeña confianza pudiera tener una duda, un caos y de ahí viniera una segunda explicación, una disculpa, un comentario que ella respondería gustosamente para confirmar la complicidad.

– Bueno, más bien una contrasorpresa. Él me llevó a ver las perseidas y desde entonces llevamos todo el verano quedándonos de noche tumbados en la playa a observar las estrellas y siempre nos damos un beso cuando vemos una fugaz. Quiero que esta noche, cuando lleguemos a la ciudad y no haya playa ni un trozo de cielo, él pueda mirar mi espalda y sentir que estando juntos continúa el verano.

La tatuadora no pudo evitar sonreír ante tanta luz.

– Si quieres puedo llenarte de estrellas el cuerpo entero.

A la chica se le iluminó la cara y asintió con un atisbo de vergüenza.

– Ven.

La tatuadora miró a ambos lados del puesto y lo cerró echando delante una tela, se acercó entonces al joven de los caballitos de madera que le lanzó las llaves de una caravana, la chica se puso la camiseta en el pecho y juntas entraron en el vehículo. Allí, en la intimidad, ella se sintió a gusto para quitarse la ropa y la mujer le pintó lunares desde el cuello hasta el inicio del muslo acompasando las pinceladas con el dulce relieve de sus curvas por toda ella, quería que sólo se percibieran sin ropa, algunos, sólo sin nada; y que no fuera un cielo plano pegado en un cuerpo, sino un cuerpo robado al firmamento.

Cuando la chica se fue sonriente dándole mil veces las gracias la tatuadora confirmó que era la primera vez que dibujaba una noche con tanta luz y pensó que finalmente la vida está hecha de contrarios llenos de matices: la noche más oscura es la más clara en el amor, se olvida el invierno en el calor de una cama, el reto más difícil es el que más satisface, el viaje más largo es el más corto en buena compañía.

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– Quiero un crucifijo ardiendo – le pidió una chica una vez.

– No puedo dibujarte eso.

– ¿Por qué? – replicó ante la negación con una mirada dura.

– Porque tengo unos ideales y uno de ellos es dibujar desde el respeto.

– Yo pensaba que eras más abierta – reprochó enfadada.

Pero la tatuadora no pudo reprimir una sonrisa ante el espejismo. Para ella, ser abierta significaba ser respetuosa, y el respeto debía estar vacío de odio hacia todo aquello igual y distinto a ti.

– ¿Por qué quieres un crucifijo ardiendo? – empezó la tatuadora.

– ¿Acaso te importa? – se defendió.

Pero la mujer tampoco se inmutó, cuanto más difíciles eran unos ojos más empeño ponía en la persona.

– Normalmente, la gente que me pide un dibujo directamente sin contentarse con el cuaderno es porque busca algo especial, algo que tiene en mente o posee un significado valioso para ella.

– Quiero un crucifijo ardiendo porque odio a mis padres y odio a la iglesia.

– ¿La han tomado contigo? – lanzó la bala directa al corazón y le ofreció la silla contigua.

La chica, que había bajado la guardia, se encontró por unos segundos nublando la mirada, se encontró seducida por la dulzura y la complicidad de la mujer con su pregunta, aceptó la intimidad del interior del puesto y se sentó junto a ella.

– Verás – se puso muy nerviosa – yo he nacido en el cuerpo de un chico.

Tenía la mirada baja y la tatuadora, a su lado, mantuvo como siempre el silencio. Podía cortarse el miedo en el aire y la chica no pudo evitar abrazarse mientras soltaba una lágrima.

– Yo no he hecho nada malo en mi vida, pero soy una chica y tengo eso ahí colgando no sé por qué y claro, nadie se lo ha creído nunca, dicen que no me acepto o que soy gay, pero no es así, no es lo mismo. Yo soy una chica porque sé que lo soy, porque lo siento, pero mis padres no quieren saber nada de mí porque el párroco les ha dicho que vivo en pecado y yo quiero hacerles entender que eso no tiene sentido. Me opero en unos meses y quería que ellos me apoyaran pero no quieren abrirse a mí que soy su hija. Odio todo lo cristiano ahora mismo, por eso quería un crucifijo ardiendo y…

– Perdonar es un valor cristiano – la interrumpió la mujer.

Cogió entonces su mano entre las suyas, tenía las uñas mordidas, se la apretó.

– Tú no odias a la Iglesia porque la Iglesia está llena de gente distinta, odias a ese señor que utiliza e interpreta las leyes del Dios cristiano para conseguir que te odies a ti misma. El odio no lleva a ningún sitio. No digo que tus padres vayan a entenderte de pronto pero sí es cierto que aquellas personas sanamente felices demuestran lo que son cuando miran y tus padres no podrán negar tu mirada cuando te vean. Yo te propongo que te quieras, que te sientas guapa, enriquezcas tu vida y luches porque tus padres te entiendan a ti sin contar con terceros, que seas tú tu propio ejemplo y modelo, que seas auténtica y cuides de ti aunque, esperemos que no ocurra, no lo entiendan nunca.

La chica, que no se soltaba de sus manos, no había dejado ni un segundo de mirarla. ¿Cómo era posible sentir el cariño de una desconocida? Con una mente abierta y sin tapujos, tal vez con unos ojos que escuchan.

Siguieron hablando y mirándose un rato, y antes de irse, la chica le pidió que le dibujara una ramita llena de hojas en el costado, como una semilla de lenteja que había plantado de pequeña en un algodón. Para ella, significaba ahora la vida, la frescura, las ganas de poner los pies en la tierra y crecer, seguir otro camino.

“Qué peligrosos son los símbolos.” Pensaba la tatuadora de henna.

Había ocurrido entonces el espejismo, la satánica chica que pedía un crucifijo ardiendo se llevaba una semilla en crecimiento, a punto de echar flores.

Qué peligrosa es la igualdad, el patronaje de un tipo de persona ligada a un símbolo y su eterna replicación. Todo aquello que iguala predispone la mirada y engaña, cose personas, teje grupos sin individualidad y generaliza lo no generalizable: la política, la religión, las banderas, las marcas corporativas, crean símbolos con unos ideales que representan a todos pero a ninguna persona y tanto desde dentro como desde fuera nublan la diversidad, acaban con lo propio, con lo único, con la belleza.

La comunidad está en todos sitios, vivimos rodeados de los demás, trabajamos, nos apoyamos en otros y creamos símbolos que nos muevan y nos identifiquen. El problema no está en los papeles pintados sino en las frentes con dos dedos, en la imposición, en las puertas cerradas, en el miedo. De nuevo.

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Al final del día, la tatuadora de henna nunca tenía término medio, podía acabarlo enamorada, encantada con su quehacer diario, pensando que con gente como la que había conocido daba gusto que el mundo siguiera dando vueltas, o podía terminarlo triste, enfadada, ofendida y despechada por una humanidad que sólo se fija en sí misma y ni siquiera tiene el valor de ser sí misma.

Aquel día había terminado de la segunda manera, había tatuado flores y fuego a niños caprichosos y la mayoría de los adultos habían rehuido sus ojos, no se había empapado de historias nuevas de personas nuevas y no podía evitar una leve decepción y cansancio. ¿Se estaría haciendo vieja?

Todos sus compañeros estaban recogiendo ya, había llegado el domingo, el último día de aquel mercadillo y al día siguiente estaría todo desmontado y cada uno en rumbo nuevo. Estaba guardando sus cuadernos y sus tintas cuando la chica del bar la llamó.

“Al menos tengo buenos compañeros.” Pensó entonces.

Y decidió no desilusionarse. Había terminado el día, pero no la noche.

Es muy fácil adorar a una mujer. Es muy fácil querer perderte en sus curvas como un velero en mar bravo, es fácil adivinar la belleza del arco de su espalda. Es fácil que te sorprenda su cabeza, sus ideas dispares, sus mil cables y sueños, su risa floja. Es fácil que te enamore su sonrisa, su inseguridad a veces y su disposición muchas, sus días malos, sus días tierna. Lo difícil es conquistarla. Porque para conquistar a una mujer tienes que conquistar su seguridad y sus miedos, su tontuna y su inteligencia, su cuerpo y su mente, su presente y su futuro, su mirada, su ser.

“Lo difícil, también, es que sea recíproco.” Aseguraba la joven del bar del mercadillo.

El primer día, mientras montaban todas las cosas, le había llamado la atención aquella mujer que delante de ella se dedicaba al arte de los tatuajes no permanentes. Le gustaban las chicas artistas e independientes, pero aquella le llamaba la atención por algo más. Quizá un aura, una sonrisa bien puesta.

La tatuadora de henna había llegado allí en furgoneta con otro chico que se había despedido cálidamente de ella, se había puesto la mochila al hombro y había salido en bicicleta para no volver ningún día de aquellos. Ella llevaba unos vaqueros largos, anchos y rotos, unas botas con cordones distintos y una camiseta de tirantes color huevo con flecos. El pelo, castaño y rizado lo sujetaba con una cinta azul y blanca. Tenía la piel clara, los ojos verdes y dulces como dos orillas, una pala partida y la oreja derecha llena de pendientes,

La chica del bar le calculó los treintaytantos, algo así como quince más que ella, y era la primera vez que le llamaba la atención alguien con quien se llevara tanto, no podía quitarle los ojos de encima. Le gustaba mirarla desplazando el pincel por aquellas pieles que se prestaban, le gustaba cómo se movía, cómo se quedaba pensativa dentro del puesto y cómo recibía a sus clientes y hablaba con ellos. A veces, cruzaban unos instantes la mirada y ella le hacía algún guiño cómplice indicando lo divertido o aburrido que podía ser quien por allí pasaba.

– ¿Es posible que una tatuadora no lleve ningún tatuaje? – le preguntó, curiosa y pícara, la última noche de domingo después de hacerle una señal para invitarla a algo.

La mujer, que llevaba un anillo de cuero en los dedos, entrelazó las manos y se rió.

– No son tatuajes permanentes, si hubiera llevado uno de henna alguna vez en mi vida tampoco lo sabrías.

– Tienes dibujos muy bonitos ¿por qué no haces tatuajes permanentes?

La mujer volvió a reír y a la mente de la joven del bar cada vez le gustaban más esos ojos.

– Porque la gente tiene derecho a cambiar.

– ¿Cambiar?

– El ser humano está hecho de instantes, de sutilezas, todo lo que nos rodea nos compone. Un segundo puede cambiarnos la vida de cualquier manera. Tenemos la libertad y el poder de hacerlo.

– ¿Y si quiero hacer algo permanente en mi vida?

– Todo puede ser permanente porque todo nos marca, pero una marca, una vez hecha, forma parte del pasado. Tu cuerpo va siempre contigo y si tu cuerpo está lleno de pasado es más difícil arrastrarlo hacia el futuro para que no se estanque. Primero crecemos, luego nos arrugamos, pero un tatuaje siempre queda igual.

– Estaría bien un tatuaje que cambiara con nuestros cambios entonces.

La mujer asintió y volvió a reír.

La joven del bar no podía dejar de mirarla. Cuánta luz había en aquella mirada, a veces, la veía entornarlos para pensar mejor y no podía sino pensar que se deslumbraba.

Se unieron a la charla más tarde el argentino de los tablones de madera con frases impresas a fuego, el señor de los frutos secos con chocolate que buscaba ligar con la chica del bar y su ombligo plano y otro joven que vendía accesorios de piedras y cuero. Rieron, charlaron, filosofaron y cambiaron el mundo en unas horas, como si se tratara de amigos de siempre. Se habían acercado allí por saberse habitantes y ciudadanos de la Tierra, por estar llenos de historias y ser insaciables por escuchar mil más, por reemprender su largo camino aún más llenos, aunque no más pesados.

Como en un goteo, a veces, se acercaba alguien que seguía en el paseo marítimo que miraba al Mediterráneo y compartía alguna palabra con ellos. Como un goteo también se fueron despidiendo los tres hombres porque como un goteo que acaba en lluvia la mujer y la chica dejaban caer sus miradas la una en la otra y la otra en la una. Se habían hecho cómplices en estos largos días, habían compartido charlas todas las noches, todos los mediodías, pero ambas buscaban algo más, un fin antes de despedirse, de marcharse, un me vacío, un me llenas.

– Cuéntame algo de ti – le dijo la tatuadora con los ojos bien fijos en los suyos, nerviosa. Nerviosas.

– Me gustan las mujeres – confesó.

Y fue como una sombra porque en ese momento bajó los ojos, en ese momento se derrumbó un poco y perdió el contacto para no caer. Su miedo era ser escabullida, no ser aceptada. La mujer dejó que el silencio hiciera de las suyas y la joven volvió a mirarla.

– Cuéntame tú algo de ti – la desafió.

Significaba que debía contarle una sombra tal y como ella acababa de hacer. Algo personal que le diera miedo, algo que la marcara, algo suyo.

– Tengo miedo a la oscuridad – y bajó también los ojos, sin premeditarlo, por la fuerza del contacto visual.

Se refería a todo aquello que quedaba oculto tanto a su vista como a su mirada, a las luces apagadas, a los suburbios de la humanidad.

La joven le cogió la mano que tenía sobre la mesa y se sonrieron a medias. Latió la autenticidad. Dejaron la barra y los taburetes del bar, guardaron todas las botellas, se descalzaron los pies y saltaron el pequeño muro hacia la playa, camino de la belleza.

Entonces se metieron en el agua y se salpicaron, se capuzaron la una a la otra, hicieron cabriolas en la arena, se tumbaron y esperaron juntas la salida del sol.

– Quiero algo tuyo – pidió la joven cuando despuntaba el primer rayo.

Los humanos estamos empeñados en atrapar instantes en cosas, sabemos de la caducidad, confiamos muy poco en nosotros mismos y es por eso que nos hacemos tatuajes, nos compramos pulseras parejas o guardamos en una caja los billetes de avión. Hacemos valioso todo aquello que para nadie más tiene valor, atrapamos en ellos el tiempo para que nos transporten a la belleza antes vivida. Y deseamos que sea recíproco, que hagan lo mismo con nosotros.

La tatuadora cogió la cinta azul y blanca que llevaba en la cabeza y se la tendió. La joven hizo lo mismo con la suya verde y en el encuentro se rozaron sus manos, se besaron sus miradas. Sonrieron entonces mientras se la ponían y echaron a correr por la playa a la luz de los primeros reflejos, de los últimos instantes.

@suahuabs