Melodías

Ese año acababa la carrera. Se sabía de memoria el ritual del inicio del curso: cada profesor se presentaría y luego podrían marcharse a la cafetería hasta la hora siguiente. Ella odiaba ir a la cafetería. Aunque a veces acompañaba a sus compañeros nunca conseguía abrirse con los demás. Sentía que eran banales, que no aportaba nada a las conversaciones, que no encajaba y acababa prefiriendo estar sola. Sola para comer, sola para estudiar: siempre sola.

Durante esa mañana, uno de los que entró fue el profesor de Teoría de Números. Asignatura complicada pero de las más abstractas e interesantes. De esas partes de las matemáticas que enorgullecían a GH Hardy por su “inutilidad” y que por eso mismo otros tantos desprecian. A ella le gustaban esas matemáticas. El profesor entró sonriendo, hablando de números primos gemelos, captando enseguida el interés de la clase.

De pronto, se empezó a escuchar una música de jazz. Si agudizaba el oído, la voz dicharachera y enérgica del profesor bajaba de volumen y podía oír aquella melodía. Era una música bella, solo instrumental, pero el exceso de notas menores lo sumían a uno en una profunda melancolía.

Pasaron los días y las clases. La asignatura era divertida y difícil a la vez. Pero cada día ella escuchaba de nuevo aquella música y se desconcentraba. Un día salió de clase a buscarla y dejó de oírla, pensó que tal vez sería un móvil mal apagado pero no parecía que nadie más se diera cuenta. A pesar de aquel misterio, ella era muy buena estudiante y aquel profesor, dicharachero y enérgico, aumentaba aún más sus ganas de estudiar, sus ganas de aprender, de saber. Sola se entretenía con aquellos problemas y aquellos juegos.

Terminó el curso y llegado el día de las notas, en lugar de un número se encontró con una anotación en el papel: “por favor, venga a hablar conmigo”. El corazón empezó a latirle muy fuerte, se puso nerviosa ¿qué habría pasado en su examen? Las dudas asaltaban su cabeza. Llamó nerviosa a la puerta de su profesor y tras oír un leve “pasa”, entró.

Él sonrió al verla y otra vez, aquella música de jazz empezó a sonar, más fuerte que nunca.

– Eres de las mejores alumnas que he tenido nunca. Tienes una matrícula. Quería que vinieras para felicitarte en persona.

El despacho era un revoltijo de papeles; montones de folios se apilaban en las mesas y en el suelo. Él seguía sonriendo pero a ella ya no le parecía una sonrisa, sino que su boca era más bien una mueca que trataba de cerrar fuerte, para que la melodía no saliera. Se quedó paralizada, allí, descubriendo de pronto que del fondo de aquel hombre simpático salía aquella música tan solitaria.

– Yo era un alumno como tú. Siempre me gustó esto, es la parte más bella de las matemáticas. Me gustaría que trabajaras conmigo algún día. Te gustará.

Él seguía sonriendo, pero a ella se le había hecho un nudo en el estómago. Solo veía las canas del hombre, las ojeras, aquel despacho sin fotos ni dibujos de niños: aquella soledad. Aquella que era como la suya pero con 10 años más. Ser profesora allí, estar rodeada de libros y conceptos, divertirse jugando con números e ideas era uno de sus anhelos, pero aquella música le estaba mostrando a sí misma. ¿Ser consciente de aquella belleza implicaba la soledad? ¿Era eso en lo que iba a convertirse? Empezó a notar que se mareaba.

– No me mires así. Sé que tú también lo escuchas. A mí me pasó hace unos años. Lo que no sabes es que de ti también sale. ¿Oyes el violín? Eso eres tú.

Agudizó el oído y notó como los compases salían de ella misma. Como se unían a la música del profesor. Tenía razón. ¿Qué significaba aquello? Ella había sabido siempre que también tenía un violín. Era lo que sonaba en su cabeza cuando no había nadie con quien hablar. Ahora por fin era consciente. Sin embargo, oírse a la par que su profesor, notar que era ella, no le hacía sentir la soledad, porque de pronto, al unir las melodías, ninguno de los dos estaba solo.

– Por favor, vente a trabajar conmigo, vamos a hacer matemáticas, vamos a hablar de música, vamos a tocar juntos después. – pidió el profesor con sus ojos cansados.

Ella sonrió tímidamente. Y empezaron a hablar. Y se hizo de noche. Y dicen que el jazz se calló. Y que, de madrugada, se oyó una rumba.

@suahuabs