El derecho a la vulnerabilidad

Todos necesitamos ser vulnerables de vez en cuando. Todos ansiamos ese espacio seguro donde poder vaciarnos y que alguien nos escuche y nos abrace.

Para algunos ese espacio lo llena su madre, para otros su pareja o un amigo, para muchos un psicólogo, pero para la mayoría no existe.

Sabine habla del Kitsch como esa realidad que se hace parecer perfecta pero no lo es. Esa realidad que se tapa: con pintura, con buenas palabras, con ideales, con personas que la guardan. Pero que no por ello deja de existir. Se tapa normalmente porque es compleja y difícil de entender. Porque no se puede explicar en 10 minutos, porque no es sencilla, porque es rara, porque tal vez otros no la comprendan.

Y así, en cada casa, cada uno guarda lo que no quiere que vea el exterior, y en cada casa cada habitación guarda lo que no quiere que vean los que viven con él, y de noche, en la cama, cuando uno llora en silencio, realmente guarda lo que no se atreve si quiera a mostrarse a sí mismo.

Pero ocurre, que en la cama de al lado, otro llora por la misma situación. En la habitación de al lado se esconde la misma piedra, en la casa de al lado se guarda una bolsa del mismo tamaño.

Pero así, quietos, con miedo a que el otro sepa de qué color son nuestras ojeras, qué forma tienen nuestros dolores de cabeza; nos sentimos a salvo. Y cuando alguien deja su piedra a la vista lo señalamos con el dedo que realmente nos acusa. Y volvemos a casa, a la habitación, a la cama, creyéndonos a salvo.

Hasta que un día. Alguien. Una persona. La dejamos meterse en nuestra casa, luego en nuestra habitación y con mucha suerte acaba en nuestra cama. Y allí, cuando uno ha separado las tres capas, cuando llora avergonzado de sí mismo y la voz de ese alguien lo abraza, lo acaricia, no lo juzga; ahí se libera.

Solo esa vulnerabilidad última permite la liberación más profunda. Solo el ser entendido, el entrar ambos en las dos camas los saca del aislamiento, solo entonces uno sabe que no está solo y sólo entonces puede construir.

A veces pienso qué ocurriría si en lugar de llorar, a oscuras, en la cama, fuéramos capaces de llorar en la puerta fuera de casa.

Al principio, nadie lo entendería. Sobre todo porque las historias que se lloran en la cama nunca se cuentan en el tiempo que dura un ascensor. Pero poco a poco podríamos ir construyendo a nuestros amigos, a nuestra familia, a nuestros vecinos. Poco a poco iríamos entendiendo los dolores, la singularidad de cada uno, y ellos nos construirían a nosotros.

Habríamos conquistado entonces la vulnerabilidad. Estaríamos expuestos al resto, habríamos abierto los huecos en los que nos pueden hacer más daño. Pero a la vez, no estaríamos solos para coserlos, para ponerles semillas, para airearlos. Y tal vez entonces, cuando alguien nos sacara una navaja, cuando nos llenara las grietas de agua, cuando nos escupiera en la cara, cuando nos empujara y nos hiciera caer. Entonces, en lugar de poner el oído en la pared; se llenarían los balcones, se abrirían las ventanas y las puertas, se encenderían todas las luces.

Y nos encontraríamos de pronto, rodeados, acogidos, iluminados. No tendríamos que ser valientes. Podríamos gritarle a esa persona que se fuera. Que nadie merece ser tratado así. Que la vulnerabilidad no se usa, que con el miedo no se juega.

Y se iría.

Nos ofrecerían entonces manos, cucharas de caldo, almohadones, explanadas de césped. Y podríamos llorar si hace falta, con la puerta abierta.

Ahí, habríamos conquistado entonces, el derecho a la vulnerabilidad.

@suahuabs