Me estoy reconciliando con Madrid

Me estoy reconciliando con Madrid.

Llegué a esta ciudad ya peleada, suponiéndola gris y sucia, extensa e individualista; y me escondí en una cueva. Mantuve mis prejuicios y los agrandé mientras la miraba por la rendija de la llave de mi jaula.

«No se me ha perdido nada en Madrid» ha sido uno de mis pensamientos más recurrentes mientras daba vueltas en mi caverna.

Solo salía a recorrer el metro apretada y llegar llena de lluvia ácida, a respirar el aire contaminado mientras se me secaban los ojos y los mocos por el calor del verano.

«Quiero salir de aquí» era mi sensación más común en la apretada jaula.

He dado paseos con rumbos predeterminados por otros, comido en lugares que nunca habría elegido, subido a torres desde las que sentirme más grande y a la vez más vacía. Pero sobre todo he vivido en el estrés continuo que la ciudad impone. Arrastrada por la corriente de la Gran Vía de aceras estrechas. Corriendo entre arcenes para no perder tres segundos de trabajo extra. He dejado que se murieran los geranios del balcón por no dedicarles cinco minutos a la semana. He comido pasta hasta aborrecerla por no buscar la receta para cocer lentejas.

Sin embargo, algo ha cambiado.

De pronto, me tumbé en el suelo.

Digo que me tumbé pero realmente fue un desmayo.

Quise huir de esta ciudad pero caí del agotamiento, caí muerta.

Y entonces vi ponerse el sol en atardeceres rojos, sentí a un joven pasar todos los días con libros nuevos y todas las tardes llenarse la misma plaza de la misma gente. Me senté en el suelo y sentí como todo lo que antes me pesaba había perdido su valor, como mi cuerpo podía volver a ser ligero. Me sentí en una explanada inmensa en la que habían plantado calles y edificios, en la que las personas paseaban como hormigas. Había perdido mi jaula. Me asusté porque la jaula me protegía. Era extraño sacar la mano al exterior y estar así, sintiendo la lluvia, nada más. La lluvia solo molesta al que tiene prisa, al que busca llegar a algún lugar. Pero yo ya no tenía barrotes, ya nada me impedía dejar que las gotas me cayeran en la mano durante horas.

Entonces empecé a caminar y descubrí las avenidas.

Descubrí que entre las paradas de metro como islas había aceras y pasos de cebra, había niños, había parques y fruterías.

Descubrí que había librerías en muchas esquinas, y zapateros, y modistas. Que todas las casas tenían ventanas hasta el suelo con sus diminutos balcones llenos de flores, y me entraron ganas de replantar los geranios.

Descubrí un sinfín de plazas con su gente de colores, llenas de árboles y pájaros, de mercadillos y bancos. Descubrí que uno podía sentarse por horas ahí, observando la película de la vida de otros.

Entonces se me acercaron y me dijeron:

-Madrid no merece la pena, qué se te ha perdido en Madrid.

-Se me ha perdido la vida y quiero encontrarla – respondí.

@suahuabs

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